Dejé la heroína y volví a mi pueblo y empecé con el tratamiento de metadona que me suministraban en el ambulatorio y poca cosa más tenía que hacer salvo levantarme cada mañana y ver la tele y tratar de dormir por la noche, pero no podía, algo me impedía cerrar los ojos y descansar, y ésa era mi rutina, hasta que un día ya no pude más y me compré un trajebaño negro en una tienda del centro del pueblo y me fui a la playa, con el trajebaño puesto y una toalla y una revista, y puse mi toalla no demasiado cerca del agua y luego me estiré y estuve un rato pensando si darme un baño o no dármelo, se me ocurrían muchas razones para hacerlo, pero también se me ocurrían algunas razones para no hacerlo (los niños que se bañaban en la orilla, por ejemplo), así que al final se me pasó el tiempo y volví a casa, y a la mañana siguiente compré una crema de protección solar y me fui a la playa otra vez, y a eso de las 12 me marché al ambulatorio y me tomé mi dosis de metadona y saludé a algunas caras conocidas, ningún amigo o amiga, sólo caras conocidas de la cola de la metadona que se extrañaron de verme en trajebaño, pero yo como si nada, y luego volví caminando a la playa y esta vez me di el primer chapuzón e intenté nadar, aunque no pude, pero eso ya fue suficiente para mí, y al día siguiente volví a la playa y me volví a untar el cuerpo con protección solar y luego me quedé dormido sobre la arena, y cuando desperté me sentía muy descansado, y no me había quemado la espalda ni nada de nada, y así pasó una semana o tal vez dos semanas, no lo recuerdo, lo único cierto es que cada día yo estaba más moreno y aunque no hablaba con nadie cada día me sentía mejor, o diferente, que no es lo mismo pero que en mi caso se le parecía, y un día apareció en la playa una pareja de viejos, de eso me acuerdo con claridad, se veía que llevaban mucho tiempo juntos, ella era gorda, o rellenita, y debía de andar por los 70 años aproximadamente, y él era flaco, o más que flaco, un esqueleto que caminaba, yo creo que eso fue lo que me llamó la atención, porque por regla general apenas me fijaba en la gente que iba a la playa, pero en éstos me fijé y la causa fue la delgadez del tipo, lo vi y me asusté, coño, es la muerte que viene a por mí, pensé, pero no venía a por mí, sólo era un matrimonio viejo, él de unos 75 y ella de unos 70, o al revés, y ella parecía gozar de buena salud, y él hacía pinta de que iba a palmarla en cualquier momento o de que ése era su último verano, al principio, pasado el primer susto, me costó alejar mi mirada de la cara del viejo, de su calavera apenas recubierta por una delgada capa de piel, pero luego me acostumbré a mirarlos con disimulo, tirado en la arena, bocabajo, con la cara cubierta por los brazos, o desde el paseo, sentado en un banco frente a la playa, mientras fingía que me quitaba la arena del cuerpo, y me acuerdo que la vieja siempre llegaba a la playa con un parasol bajo cuya sombra se metía presurosa, sin bañador, aunque a veces la vi con bañador, pero más usualmente con un vestido de verano, muy amplio, que la hacía parecer menos gorda de lo que era, y bajo el parasol la vieja se pasaba las horas leyendo, llevaba un libro muy grueso, mientras el esqueleto que era su marido se tiraba sobre la arena, vestido únicamente con un trajebaño diminuto, casi un tanga, y absorbía el sol con una voracidad que a mí me traía recuerdos lejanos, de yonquis disfrutando inmóviles, de yonquis concentrados en lo que hacían, en lo único que podían hacer, y entonces a mí me dolía la cabeza y me iba de la playa, comía en el Paseo Marítimo, una tapa de anchoas y una cerveza, y después me ponía a fumar y a mirar la playa a través de los ventanales del bar, y luego volvía y allí seguía el viejo y la vieja, ella debajo de la sombrilla, él expuesto a los rayos del sol, y entonces, de manera irreflexiva, a mí me daban ganas de llorar y me metía en el agua y nadaba, y cuando ya me había alejado bastante de la orilla miraba el sol y me parecía extraño que estuviera allí, esa cosa grande y tan distinta de nosotros, y luego me ponía a nadar hasta la orilla (en dos ocasiones estuve a punto de ahogarme) y cuando llegaba me dejaba caer junto a mi toalla y me quedaba mucho rato respirando con dificultad, pero siempre mirando hacia donde estaban los viejos, y luego tal vez me quedaba dormido tirado en la arena, y cuando me despertaba la playa ya empezaba a desocuparse, pero los viejos seguían allí, ella con su novela bajo la sombrilla y él bocarriba, en la zona sin sombra, con los ojos cerrados y una expresión rara en su calavera, como si sintiera cada segundo que pasaba y lo disfrutara, aunque los rayos del sol fueran débiles, aunque el sol ya estuviera al otro lado de los edificios de la primera línea de mar, al otro lado de las colinas, pero eso a él parecía no importarle, y entonces, en el momento de despertarme yo lo miraba y miraba el sol, y a veces sentía en la espalda un ligero dolor, como si aquella tarde me hubiera quemado más de la cuenta, y luego los miraba a ellos y luego me levantaba, me ponía la toalla como capa y me iba a sentar en uno de los bancos del Paseo Marítimo, en donde fingía quitarme la arena que no tenía de las piernas, y desde allí, desde esa altura, la visión de la pareja era distinta, me decía a mí mismo que tal vez él no estuviera a punto de morir, me decía a mí mismo que el tiempo tal vez no existía tal como yo creía que existía, reflexionaba sobre el tiempo mientras la lejanía del sol alargaba las sombras de los edificios, y luego me iba a casa y me daba una ducha y miraba mi espalda roja, una espalda que no parecía mía sino de otro tipo, un tipo al que aún tardaría muchos años en conocer, y luego encendía la tele y veía programas que no entendía en absoluto, hasta que me quedaba dormido en el sillón, y al día siguiente vuelta a lo mismo, la playa, el ambulatorio, otra vez la playa, los viejos, una rutina que a veces interrumpía la aparición de otros seres que aparecían en la playa, una mujer, por ejemplo, que siempre estaba de pie, que jamás se recostaba en la arena, que iba vestida con la parte de abajo de un bikini y con una camiseta azul, y que cuando entraba en el mar sólo se mojaba hasta las rodillas, y que leía un libro, como la vieja, pero estaba mujer lo leía de pie, y a veces se agachaba, aunque de una manera muy rara, y cogía una botella de pepsi de litro y medio y bebía, de pie, claro, y luego dejaba la botella sobre la toalla, que no sé para qué la había traído si no se tendía nunca sobre ella y tampoco se metía en el agua, y a veces esta mujer me daba miedo, me parecía excesivamente rara, pero la mayoría de las veces sólo me daba pena, y también vi otras cosas extrañas, en la playa siempre pasan cosas así, tal vez porque es el único sitio en donde todos estamos medio desnudos, pero que no tenían demasiada importancia, una vez creí ver a un ex yonqui como yo, mientras caminaba por la orilla, sentado en un montículo de arena con un niño de meses sobre las piernas, y otra vez vi a unas chicas rusas, tres chicas rusas, que probablemente eran putas y que hablaban, las tres, por un teléfono móvil y se reían, pero la verdad es que lo que más me interesaba era la pareja de viejos, en parte porque tenía la impresión de que el viejo se iba a morir en cualquier instante, y cuando pensaba esto, o cuando me daba cuenta de que estaba pensando esto, el resultado era que se me ocurrían ideas disparatadas, como que tras la muerte del viejo iba a ocurrir un maremoto, el pueblo destruido por una ola gigantesca, o como que iba a ponerse a temblar, un terremoto de gran magnitud que haría desaparecer el pueblo entero en medio de una ola de polvo, y cuando pensaba lo que acabo de decir ocultaba la cabeza entre las manos y me ponía a llorar, y mientras lloraba soñaba (o imaginaba) que era de noche, digamos las tres de la mañana, y que yo salía de mi casa y me iba a la playa, y en la playa encontraba al viejo tendido sobre la arena, y en el cielo, junto a las otras estrellas, pero más cerca de la Tierra que las otras estrellas, brillaba un sol negro, un enorme sol negro y silencioso, y yo bajaba a la playa y me tendía también sobre la arena, las dos únicas personas en la playa éramos el viejo y yo, y cuando volvía a abrir los ojos me daba cuenta de que las putas rusas y la chica que siempre estaba de pie y el ex yonqui con el niño en brazos me contemplaban con curiosidad, preguntándose acaso quién podía ser aquel tipo tan raro, el tipo que tenía los hombros y la espalda quemados, y hasta la vieja me observaba desde la frescura de su sombrilla, interrumpida la lectura de su libro interminable por unos segundos, preguntándose tal vez quién era aquel joven que lloraba en silencio, un joven de 35 años que no tenía nada, pero que estaba recobrando la voluntad y el valor y que sabía que aún iba a vivir un tiempo más.